El ser humano es el único ser
espiritual. Este rasgo hace de él, con carácter excepcional, consciente del
principio de la eternidad, y dentro de ésta, de su propia temporalidad e
insignificancia. Tal dialéctica, entre lo temporal y lo eterno, genera una
inquietud íntima que puede llegar a ser paralizante en la mayoría de los
espíritus, pero también ha despertado los intelectos de las mejores mentes de
nuestra civilización.
El común de los mortales soluciona
este problema existencial siguiendo la que es tal vez la única vía posible:
Evitándolo. El enfrascarse diariamente en las labores cotidianas permite una
huida hacia delante que puede perpetuarse de por vida, manteniendo alejadas las
dudas e inquietudes como si de un enjambre de moscas se tratase.
Otros, tal vez los más osados,
optan por diseñar y colocar sueños en un futuro incierto, de tal modo que éstos
sirvan de faro o esperanza futura, mitigando así la inquietud vital, al menos
hasta la consecución del proyecto. Hacerse con un coche nuevo, viajar a tal o
cual lugar, acumular tanto dinero, … Tales soluciones no pueden ser sino
momentáneas, ya que se inscriben también en un punto temporal y espacial
concretos, dentro de esa eternidad en la que nos encontramos. Conducido el
coche, visitado el lugar y reunido el capital, la inquietud vital retornará de
entre las sombras para volver a convertirse en esa pesada losa de la que es
imposible librarse.
¿Hay solución más allá de la de
abrazar un nihilismo devastador que anule la importancia en nuestra vida de hasta
lo más insignificante? Mi opinión es que sí, y pasa por acomodar nuestra
actividad vital y nuestros proyectos y sueños futuros precisamente a esa
eternidad en la que nos encontramos. Nuestro sueño particular, a tiempo
completo o parcial, debe tender a la eternidad,
y en cierta manera, debe trascendernos
temporal y geográficamente a nosotros mismos, como si fuese ese hijo que
dejamos en el mundo.
Este fármaco vital, no exento de
dificultades en lo que respecta a su realización, es lo que nos permitiría
mantener la motivación y una sensación de realización personales auténtica y
completa, y que realmente nunca tendrían un final, como tampoco lo tendría el
propio proyecto desarrollado.
La contrapartida evidente de
enfrascarnos en un proyecto que tienda a
la eternidad, es que nunca veríamos su conclusión definitiva, a pesar de que
podríamos ir logrando hitos y éxitos parciales y momentáneos. Éste
inconveniente, o si se quiere, mal necesario, es simplemente la consecuencia de
diseñar un proyecto vital dándole un carácter eterno: Ha de continuar aquí de
alguna manera cuando ya no estemos, y por tanto no nos corresponde a nosotros
la tarea de concluirlo.
No gozaríamos nunca del éxito absoluto. Los éxitos parciales deben
ir seguidos de nuevos objetivos trascendentes, en un ciclo eterno a lo largo de
las décadas. Eugenio D´Ors fue quizá el que mejor expresó ésto con su célebre No sirvas a un señor que pueda morir,
tratando de indicar que hay que emplear los esfuerzos en tareas eternas.
Pero diseñar un proyecto de estas
características precisa de una reflexión prolongada y sosegada, ¿Yo qué puedo hacer?, se preguntará más
de uno. ¿Cómo contribuir al imparable sucederse de los siglos? La respuesta a
una pregunta de semejante profundidad solo puede provenir de uno mismo y desde
luego no me creo capaz de responderla por nadie. En todo caso la resolución del
enigma solo podría aplicarse a mi persona, y quién sabe hasta qué punto podría
hallarme yo en el Error. Pero si se insiste en el interrogatorio, yo propondría
tres áreas o dimensiones en las que todo hombre puede profundizar más incluso
que en los océanos: El perfeccionamiento
físico, la mejora intelectual y
la búsqueda espiritual. Esta
partición resulta arbitraria, porque cada una de estas áreas, aunque puede
parecerlo, no compone un espacio estanco sin múltiples conexiones intermedias.
Con la mejora física ha de buscarse
la frontera impuesta por la genética y la naturaleza, con el intelecto el
alcanzar la categoría olvidada de Sabio,
y debe utilizarse el espíritu para acercarnos a las grandes preguntas.
Más de uno podría esgrimir las
palabras de Mishima cuando argumentó que el
cuerpo siempre va poco a poco hacia la ruina, para tratar de rebatir que la
mejora física no puede insertarse en la eternidad. Y habría algo de cierto en
tal crítica, pero no debemos olvidar que todo entrenamiento y superación física
posee algo de metafísico.
La superación personal, sea en el
ámbito que sea, refleja ya de por sí un determinado tipo de espíritu. Alcanzar
la última frontera, el límite del Mundo, emulando a Alejandro Magno en su
intento de llegar hasta las tierras del Este en las que se acababan los mapas y
por las que las llamadas corrientes
oceánicas rodeaban la tierra. Por otro lado, el entrenamiento físico
precisa necesariamente de un individualismo que se puede tildar como heroico:
Nadie puede hacer el trabajo por ti.
Además, y haciendo frente al mito, la mejora física no supone el más mínimo
perjuicio para el desarrollo intelectual o espiritual, sino más bien al
contrario, ya que van de la mano. Cuanto más se mejora el cuerpo menos funciona
éste como un lastre para el crecimiento en otras áreas fundamentales. El cuerpo
no es la cárcel del alma, sino su templo.
¿Y qué hay de la mejora
intelectual? Puede resumirse ésta en una sencilla, y a la vez compleja, premisa: Lee todo lo que puedas, escribe todo lo
que puedas. Este principio, en el que hemos tomado como ejemplo las letras,
puede aplicarse a cualquier otro ámbito: Admira el cine, crea una sinfonía,
convierte un trozo de piedra en la efigie de un héroe mítico, … En definitiva,
crea algo digno de sobrevivirte. Crea una CULTURA propia.
Pongamos como ejemplo a uno de los
grandes: J.R.R. Tolkien. Un solo
hombre creando una mitología igual o
incluso superior a la aportada durante siglos por pueblos enteros. ¿Puede
haber una obra vital más digna que ésta? Un trabajo que de manera ordinaria
debía ser desempeñado por decenas de generaciones llevada a término por un solo
espíritu. Aun a día de hoy sigue saliendo documentos redactados por Tolkien.
Imagina generar una obra tan inconmensurable que años después sigan apareciendo
textos inéditos.
Y más allá de la escritura, imagina
legar también una enorme biblioteca, imposible de leer completa por los que te
sucedan. O, por qué no, una filmoteca, donde pase lo mismo con infinitas horas
de cinta.
Hay que legar un mundo al mundo.
Dejar aquí una descripción lo más detallada posible de nuestro mundo interior,
para que pueda ser apreciada por los que viven en el exterior. Hay que crear
una CULTURA propia, nuestra, que quede inserta en el ambiente que nos ha tocado
vivir y que sirva de escalón en la imparable ascensión del género humano.
¿Y qué queda de la espiritualidad?
Poco podría decir yo, que no soy
desde luego ningún párroco, y sobre esta dama esquiva tan solo podría instruir
aquel que ya la conoce. A pesar de todo sí que puedo decir que el hombre, por
el simple de hecho de serlo, se plantea las grandes preguntas, y aunque muchos intenten esquivarlas para evitar
la inquietud que generan, mi recomendación es afrontarlas, porque aun sin
llegar a responderlas, el simple de
hecho de acercarnos a las cuestiones trascendentes es ya un valor en sí mismo.
Algo así como avanzar hacia el horizonte: Nunca le alcanzaremos, porque se
alejará en la medida que nosotros avancemos, pero en el trayecto infinito
tendremos la oportunidad de contemplar increíbles paisajes.
Queda así resumida más que una
filosofía de vida, una filosofía de
trabajo, que pueda motivar e inspirar los esfuerzos diarios, y puede
aportar sentido vital a más de uno en unos tiempos como los actuales en los
que, caído el Mito de la modernidad y
el último gran paradigma explicativo de
la historia, se ha impuesto la concepción nihilista de que todo cuanto nos
rodea no tiene el más mínimo sentido, así que haz lo que quieras.
Nada más lejos de la realidad: La
vida tiene sentido, siempre que ésta se emplee en construir y desarrollar
principios eternos y atemporales que, aunque escondidos bajo las toneladas de
mugre generadas por la Posmodernidad, siguen ahí, insertas de manera indeleble
en el espíritu de cada hombre.
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