REPASO A UNA VIDA, PELIGROSAS INERCIAS Y NUEVOS PRECIPICIOS
Tras veinte años vagando por todo
el sistema educativo español he llegado por fin al final de ese camino. Un
camino que curiosamente yo nunca elegí: Comencé, como todos, ante la
obligatoriedad legal de escolarizar a los niños. Ello ya determinó que durante
los próximos trece años, hasta que tuviese dieciséis, debía ir a la escuela,
estudiar e ir superando las diferentes etapas fijadas.
Acabada ya la escolaridad
obligatoria entré en bachiller porque, ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía unas
buenas calificaciones y por ende debía continuar con los estudios. Es algo casi
automático y que nadie se plantea revisar. Concluidos estos dos años, que aún
recuerdo como los mejores al menos en cuestiones de vitalismo e ilusión, llegó
la primera encrucijada seria en la que tendría que haberme detenido para observar
las señales que me indicaban el camino y reflexionar acerca sobre cuál debía
escoger. Cometí el garrafal error de no hacerlo.
Fue Ortega el que dijo aquello de “yo soy yo y mi circunstancia, si no la salvo
a ella, no me salvo a mí”. Aunque en teoría debería resultar evidente, a
veces me cuesta determinar dónde acaba esa circunstancia y donde empieza el yo.
¿Hasta qué punto estamos determinados por lo que nos rodea? ¿Cuánto de lo que
damos por sentado y que creemos natural nos ha venido del exterior? Al menos a
día de hoy me planteo estas cuestiones, que ya es un avance, pero cuando
contaba dieciochos años no lo hice, y continúe dejando que mi vida fuese
empujada por la simple inercia vital. Como en la ESO tenía buenas notas, tenía
que ir a Bachiller. Como continúe continué con buenos resultados, tenía que ir
a la Universidad. ¿A estudiar qué? Ni idea, porque realmente lo único que se
nos indica es que hay que ir al campus,
si o si, independientemente de cómo se ha de insertar esa decisión en un
proyecto vital a más largo plazo.
No si es el misticismo que se nos
ha inculcado desde siempre vía películas americanas centradas en la vida
universitaria o en el mágico baile de fin de curso que pone fin a la vida en el
instituto de los estudiantes useños, o quizá los deseos paternos de vernos con
un título bajo el brazo que ellos nunca pudieron tener. Pero el caso es que
allí acabé. Aun me sorprende como el vitalismo del bachillerato fue capaz de
esfumarse en cuestión de meses, y junto a él, la creencia inicial de que me
encontraba en ese momento entrando en un auténtico templo de la sabiduría,
donde estaría bajo la tutela de sus sumos sacerdotes, como decía Unamuno. Si
hay un punto de inflexión en mi vida hay que buscarlo sin duda en esos meses
que hacen de bisagra entre la secundaria y la universidad.
En cuestión de dos años, e incluso
menos, sufriría toda una suerte de crisis existenciales, abatimientos absolutos
y me alcanzaría una sensación de insignificancia que nunca antes ni nunca
después había experimentado. En aquel tiempo tenebroso creo verdaderamente que
lo único que me sostuvo fue el deporte y la sana hermandad generada en aquel
ambiente.
Aún recuerdo como sentía no pocas
veces los nervios a la espera de un aprobado que no creía seguro o de la
exposición de algún trabajo. Ahora me resulta incluso cómico: ¿Por qué esos
nervios? ¿Simplemente por qué iba a detener la sucesiva quema de etapas
universitarias que, aun sin saberlo, me estaban conduciendo hacia un futuro
desconocido? ¿Qué importaba el pasar o no de curso? Más allá de mi cuarto año
universitario estaba la NADA más absoluta, así que debía haberme resultado
irrelevante el cómo me dirigía hacia allí y a qué velocidad.
Habían pasado varios años y aún no
me había parado a pensar qué quería hacer con MI VIDA, y eso que la encrucijada
citada antes hacía ya tiempo que había quedado atrás y ni siquiera se veía ya
en el horizonte.
Estas cuestiones y preguntas, de
las que yo había estado huyendo, no me alcanzaron sino al tercer año de
carrera, ante la proximidad del inexorable final. Había sido testigo de cómo
los años se desvanecían con una rapidez inusitada y ahora ya solo quedaba uno
para poner fin a aquella etapa que ahora considero gris, pero que en aquel
momento veía como completamente negra. Fue en aquel momento donde tomé por
primera vez una decisión en toda mi vida: No iba a opositar para ser profesor
de secundaria.
Aquello supuso realmente la primera
ocasión en la que clave los pies en el suelo, luchando contra la resaca de las
mareas vitales que nos empujan hacia las profundidades de un mar infinito e
insondable. Realmente, visto desde la perspectiva actual, no fue una “decisión
constructiva”, porque simplemente decidí que es lo que no quería, pero seguía
sin saber que era lo que sí. Aun así, me costaría dar ese paso. La casualidad,
o quizá el destino, hizo que justamente el último año de carrera un amigo mío
abriera un bar, lo que me introdujo de nuevo en un ambiente vivo y alejado de
la penumbra de las aulas y de la incógnita del qué pasaría mañana. La verdad es
que esos últimos meses de carrera me sentí exultante, y no precisamente por el
bar de mi amigo: Había recuperado cierto vitalismo de antaño, había decidido y
me había revelado contra todo lo que se suponía que tenía que hacer.
¿Retornarían las ganas e ilusiones perdidas en el bachillerato o era aquello una
mera ilusión que se esfumaría en el mismo momento que dejase de posponer la
toma de decisiones?
Acabaría por graduarme. De mi
promoción fui el único que “dio un paso atrás”: Comencé a estudiar un ciclo de
Formación profesional. Me sentía incluso orgulloso: En tan solo dos años iba a
completar otro tipo de formación más sencilla y con infinidad de más oportunidades de encontrar trabajo. Mientras que mis compañeros podían pasarse años
esperando la celebración y el éxito en unas oposiciones, yo estaría trabajando
ya en una empresa privada, como tantos otros que yo conocía.
Pero, ¿Hasta qué punto aquello fue
una decisión personal? ¿No habían vuelto las circunstancias y las inercias a
hacer de las suyas? No me convencía el trabajo de
profesor, pero, ¿lo haría el de oficinista? ¿Podría soportar el estar ocho horas diarias en un cubículo moviendo papeles? ¿Acaso no había sido empujado por ese clamor social que nos repite de manera incesante: Búscate un trabajo normal? Es como si, utilizando el célebre mito de la Caverna de Platón, me hubiese liberado de las cadenas que me mantenían en las profundidades de la cavidad, pero aun no hubiese salido todavía de aquel mundo de ilusiones y sombras.
profesor, pero, ¿lo haría el de oficinista? ¿Podría soportar el estar ocho horas diarias en un cubículo moviendo papeles? ¿Acaso no había sido empujado por ese clamor social que nos repite de manera incesante: Búscate un trabajo normal? Es como si, utilizando el célebre mito de la Caverna de Platón, me hubiese liberado de las cadenas que me mantenían en las profundidades de la cavidad, pero aun no hubiese salido todavía de aquel mundo de ilusiones y sombras.
Años antes de esto había comenzado
a saber, vía podcast, sobre el marketing digital y el mundo del emprendimiento.
Algunos pocos habían logrado crear un negocio desde casa y dedicarse a su
pasión. Devoré cuanto llegaba a mis manos sobre el tema: Gente que vivía mientras
daba la vuelta al mundo, asesores que no tenían oficina, vendedores de cursos
online reuniendo miles de euros, … Yo pensaba ya en cómo emularles y en cómo, a
través de esa novedosa vía, ser por fin el director de mi vida. Con asiduidad
me desengañaba: Sin conocimientos en informática y marketing era imposible llevar
adelante semejante proyecto con un mínimo de viabilidad.
Fue entonces cuando descubrí un
nuevo canal sobre unos tipos que estaban tratando de vivir de la
auto-publicación de novelas de ciencia ficción. Allí comentaban las
dificultades y frustraciones inherentes a su actividad, y en cómo se planteaban llegar a ser, a años vista, escritores de éxito. Tras buscarles en Facebook me
quedé bastante sorprendido: Podían ser perfectamente mi padre. Ninguno era
Steven King ni Reverte, pero habían logrado, sin mayor formación que la básica
para auto-publicar, tener unos ingresos reseñables.
Esta revelación llegó hace
aproximadamente un año y desde entonces un proyecto fue tomando forma en mi
cabeza: Montar un negocio en Internet en el que el producto a la venta sean mis
textos y mis ideas, con los que llegar a los millones de usuarios que circulan
por la red.
Tras más de veinte años había tomado
una decisión 100% propia: Montar un negocio, ser mi propio jefe, vivir de manera
autónoma, lograr la autonomía financiera. Es la primera vez que de manera
enteramente personal, he decidido qué hacer con mi vida, sin resignarme a vivir
la vida de otros o lo que otros quieran para mi vida. Pero este proyecto se
encuentra, otra vez, ante un precipicio: El
precipicio del mundo laboral.
Me encuentro ahora en la fase final
de la Formación profesional, de prácticas en una empresa en la que, por suerte
o por desgracia me han ofrecido quedarme, y he dicho que sí. ¿Es esto una
contradicción con lo dicho en este texto? Para nada: Desde aquí recomiendo a
todo aquel que quiera perseguir un proyecto determinado o buscar tal o cual
sueño, no lo hagan tirándose de cabeza a una piscina en la que no saben si hay
agua o simplemente azulejos. La mejor forma de montar algo por cuenta propia es
haciéndolo en el tiempo libre, mientras que se tienen ingresos recurrentes y
“seguros” por otra vía, para que cuando la empresa propia haya ya despegado,
poder simplemente tomar la decisión natural de marcharnos a casa a trabajar en
nuestro proyecto a tiempo complejo.
Sería una absoluta temeridad
dejarlo todo y quedarme en casa escribiendo. Me encantaría, qué duda cabe, pero
vivir, y más cuando se está tratando de montar un negocio propio, requiere de
dinero y de seguridad. Estos pilares deben aportarnos la estabilidad
imprescindible para desarrollar los proyectos sin agobios vitales o
financieros.
La cuestión es que muchas veces el
trabajo puede llegar a ser un precipicio, o como decía antes, una resaca que
nos introduce poco a poco en un mar del que después no sabremos salir: Las 8 o
9 horas que pasemos en nuestro puesto, acompañadas de los madrugones y los
viajes hasta el trabajo, unido al cobro del salario del final de mes puede
llegar al lento abandono de los sueños. Más si cabe cuando éstos se están
persiguiendo en el tiempo libre, cuando apetece hacer de todo menos ponerse a dedicar
más horas trabajando.
Acaba así una travesía en el
desierto tras la cual me dispongo a comenzar otra: He decidido, por fin, que hacer
con el tiempo que se me ha regalado, y es aportar algo al mundo a través del
medio en el que yo creo que me manejo mejor, que es con la palabra escrita. El
tratar de construir algo, y más si hablamos de internet, es una tarea dura y
larga, y soy consciente de que comienzan unos tiempos duros en los que combinar
dos trabajos, pero el objetivo al menos está fijado, aunque no se perciba como
cercano. Esta proposición de intenciones está también explicada en mi artículo Quiero vivir de esto, en el que profundizo en
la importancia de aportar valor y dejar un legado.
Sin más, dejo aquí este texto,
quizá el más personal redactado hasta ahora, para que me sirva de desahogo y me
permita echar la vista atrás para observar el camino recorrido, pero también
para que ayude a muchas personas que no saben qué hacer con su vida, sin
importar la edad que tengan. A ellos les recomiendo que paren las máquinas, se
sienten delante de un papel en blanco y se pongan a pensar que es lo que les
gustaría que les empujase a levantarse por las mañanas todos los días desde ese
momento. Incluidos los lunes.
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