Uno
de los tópicos más extendidos sobre el Franquismo es el de su tenaz represión a
la cultura. Resulta bastante cómico que desde una época como la actual en la
que la cultura española, creo yo, pasa por unos mínimos históricos, se
hable de páramos culturales en otra
época. Podríamos hablar aquí de autores como Ortega, Eugenio D´Ors, Fernández
de la Mora, Dalí, Julián Marías, Menéndez Pidal, … generación que desarrolló
parte importante de su vida intelectual durante el Franquismo. Alguno replicará
que estos autores no eran propiamente franquistas ni adeptos al Régimen, lo que
de facto nos demuestra que el Franquismo no reprimió a los intelectuales.
Pero
no he venido hoy a hablar de la cultura española en general, sino de una parte
muy específica de ella: Las culturas
regionales.
Desde
que en el siglo XIX se pusiese en marcha la construcción del estado liberal surgió el natural debate sobre cómo
organizar esas estructuras políticas y de qué manera las diferentes formas
culturales locales debían plasmarse en el nuevo edificio
político-administrativo. Podríamos incluso retroceder más, hasta los inicios de la centralización borbónica con
Felipe V. Sin embargo, considero que el origen del debate actual debe buscarse en esa cesión primigenia de
“autonomía navarra” concedida en la paz
que puso fin a la Primera guerra carlista. Que yo sepa, la constitución
liberal que siguió a aquel conflicto y a aquella concesión, fue la única Carta
magna de su tiempo que mantuvo semejante fórmula propia del Antiguo Régimen.
Alcanzar una paz para la sangrienta guerra carlista era una necesidad
imperiosa, pero el experimento no solucionó la cuestión de manera definitiva,
más bien al contrario: Inició un pleito
que continúa abierto y que, por si fuera poco, se extendió a otras regiones, especialmente desde finales del siglo
XIX cuando comienzan a crecer los separatismos
periféricos.
A
lo largo de todo el siglo XIX y XX, la Izquierda y los separatismos, y en menor
medida también los tradicionalistas, han sido los que más se han quejado históricamente
de sufrir un centralismo madrileño o castellano, que no les habría permitido desarrollar sus particularidades regionales.
La
cuestión regional no ha sido precisamente un tema menor en la historia de
España. De hecho, ha estado presente siempre en los principales debates
políticos.
Durante el siglo XIX
destacó el Federalismo como el
movimiento, siempre limitado y de escaso peso en la política nacional, que capitaneó
las posturas descentralizadoras.
Éste se integró después dentro del
Republicanismo, dando lugar a uno de los principales pleitos dentro de este
amplio movimiento, con la dialéctica entre federalistas y unitarios, que
suscitó numerosas discusiones a lo largo de los siglos XIX
La
cuestión se complica y pasa a una segunda fase tras la conformación de la alianza entre izquierda y separatismos,
fraguada en los inicios del siglo pasado y que permanece vigente, tal como
podemos comprobar en nuestro actual gobierno.
El Desastre del 98, la condena de la historia de España por parte del Regeneracionismo y de los principales intelectuales del país, y la lenta agonía del régimen de la Restauración trajo consigo la formación de esta particular coalición, tal vez la alianza política más antigua de España. Gran parte de su programa trató de implementarse a lo largo de la II República, con escaso éxito, ante la deriva revolucionaria del PSOE y las sucesivas traiciones de los separatistas vascos y catalanes a sus antiguos socios republicanos, derivas que se mantendrían durante la Guerra civil, con la rendición independiente del PNV o la represión “interna” del Partido comunista, entre otros muchos episodios lamentables.
El Desastre del 98, la condena de la historia de España por parte del Regeneracionismo y de los principales intelectuales del país, y la lenta agonía del régimen de la Restauración trajo consigo la formación de esta particular coalición, tal vez la alianza política más antigua de España. Gran parte de su programa trató de implementarse a lo largo de la II República, con escaso éxito, ante la deriva revolucionaria del PSOE y las sucesivas traiciones de los separatistas vascos y catalanes a sus antiguos socios republicanos, derivas que se mantendrían durante la Guerra civil, con la rendición independiente del PNV o la represión “interna” del Partido comunista, entre otros muchos episodios lamentables.
A través de este
breve resumen, podemos percibir que si ha habido un aspecto debatido de manera ininterrumpida desde los orígenes de la
contemporaneidad hasta nuestros días sería precisamente el de la organización
territorial del Estado, eterno campo de batalla entre los partidos
políticos españoles.
Ni
que decir tiene que para la coalición entre izquierda y separatismos, y otros
grupos afines, la etapa más negra habría
sido el Franquismo, donde teóricamente las regiones y sus culturas
particulares habrían llegado a experimentar un aplastamiento bajo la bota de la
Dictadura. Así, al caer el régimen, esgrimirían como principal argumento una
supuesta opresión histórica y continuada a lo largo de los siglos para defender
su visión particular del futuro Estado.
Había
llegado la hora de poner solución a una querella histórica.
Páramos
culturales, obras en los cajones y las nacionalidades
El desarrollo de la
Transición y el reconocimiento de las nacionalidades
en la Constitución, unido al nuevo régimen de libertades que en principio
acababa de imponerse, permitiría por fin un “despertar cultural” en todos los
ámbitos.
En los últimos años
del Régimen se decía que había auténticas obras maestras guardadas en los
cajones esperando a que desapareciese la censura, y que, finiquitado el
régimen, podríamos contemplar la fulgurante luz de ese renacimiento. Franco
murió, llegó la democracia y, sorpresivamente, no ocurrió nada.
Algo similar se
decía de las culturas regionales,
que tras tantos años de opresión y tras la frustrada descentralización “a
medias” de la II República, podrían por fin desarrollarse libremente.
Así
llegó el concepto de las nacionalidades. Como otros muchos
aspectos de la Transición, la fórmula de las nacionalidades no fue más que la cobarde postura intermedia adoptada
para, evitando hablar de naciones propiamente dichas, descentralizar el país.
Fue un instrumento improvisado, sin
ningún ejemplo o referente en el que basarse y que dejó al naciente sistema en
una ambigüedad letal. El Tribunal Constitucional ha sido el órgano que
tradicionalmente se ha dedicado a dictaminar hasta donde podía avanzar la
descentralización del país (Como con el nuevo Estatuto de autonomía promovido por Zapatero), ya que la fórmula de las autonomías, a medio camino entre el estado federado y el unitario, se estaba
desarrollando sobre la marcha. Estaban haciendo camino al andar.
Las
diferentes regiones de España podían
solicitar la autonomía a través de diversas fórmulas, como plebiscitos generales
o el apoyo de un determinado número de gobiernos locales. Poca gente sabe que
el adquirir el título de Comunidad
autónoma no era algo obligatorio ni mucho menos impuesto por la Constitución,
sino que cada zona concreta debía solicitar tal categoría a través de esta
serie de vías concretas. Comenzó así una carrera
frenética a la búsqueda de lo que aún hoy se define como hechos diferenciales, que justificaran las campañas electorales
y mediáticas para lograr la tan deseada autonomía.
El
propio Revilla, por poner un ejemplo conocido del que aun a día de hoy es uno
de
los principales paladines del regionalismo, reconocía que en los años setenta no existía el más mínimo sentimiento cantabrista de separación con Castilla, pero sin embargo se logró la autonomía a través de un parte entre los políticos. Y lo mismo ocurriría en otras muchas zonas como La Rioja. Poco importaban ya
los desarrollos históricos o las propias culturas regionales reales: Se estaba repartiendo un pastel y el que no anduviese listo iba a quedarse
sin su correspondiente pedazo.
Sea
como fuere, las reformas se llevaron a término y en España se implantó el
modelo autonómico, un sistema a medio camino entre el federalismo y el estado
unitario, pensado para contentar a todos,
pero que como sucedió comúnmente con la Transición y el Régimen resultante, no
satisfizo a nadie y todos quedaron
esperando su particular satisfacción futura.
Todo
el sistema se fundamentaba en un presupuesto gratuito y falso: Cada cultura regional necesita de unos
organismos políticos que la representen, en este caso de un gobierno y un
parlamento propios. Como si la existencia de unas tradiciones y fórmulas
locales, se viesen refrendadas o potenciadas porque la documentación
burocrática se redacte en varios idiomas.
Tal
argumento, llevado hasta sus últimas consecuencias, traería una fragmentación
de España similar a la de las tribus protohistóricas, al ser el país tan rico en particularismos locales. No
si siguió tan idílica fórmula en la práctica, sino que lo que se ejecutó fue un
auténtico reparto entre una serie de
élites que, apoyadas en redes clientelares tejidas desde los últimos años
del Franquismo y vertebradas por oportunistas de la vida política, quisieron hacerse un hueco en la nueva España que se
estaba construyendo. No fueron pocos los que pasaron de la noche a la
mañana de formar parte del aparato de la dictadura, a ser los más acérrimos
anti-franquistas. Algo así parecía advertirnos Claudio Sánchez Albornoz cuando hablando sobre la autonomía cántabra decía:
“No pocos que nunca
hubiesen jugado un papel protagónico en la política nacional hispana, transidos
de ambiciones de fama y de medro, empujan a España hacia un torpe y extremo
federalismo. Porque nunca hubiesen sido nada o hubiesen sido poca cosa en el
gobierno o en el parlamento nacionales, quieren ser cabezas de ratón en
unidades regionales; e incluso se atreven a fraccionar las creadas por la
historia para hacerse la ilusión de una rectoría nunca alcanzada por otro
camino (…)
Y no faltan caciques
o aspirantes a caciques que sacan el pecho fuera ante supuestas diferencias
comarcanas”.
Aclaremos
algo antes de continuar: Si una cultura
tiene que ser sostenida por un Estado, ya sea ésta una cultura nacional o
regional, estamos indudablemente ante una cultura
muerta. La cultura de un pueblo no necesita invenciones para sostenerse. No
precisa de organismos políticos o estructuras administrativas, sino que,
incluso ante la desaparición o traición de éstas, la cultura permanece viva en
los espíritus de la población.
Si,
los estados son necesarios para regir la vida y la convivencia de las
comunidades. Y tampoco afirmo que las estructuras políticas deban ser
independientes de las culturas, simplemente pongo de manifiesto esta falacia,
tan utilizada por regionalismos y separatismos, por la cual, si tu criticas las estructuras superfluas e
innecesarias de un gobierno regional, automáticamente te acusan de estar contra la cultura de esa región. Nada más lejos
de la realidad.
Un
ejemplo de esto lo tenemos en la campaña de las últimas elecciones andaluzas,
en la que Susana Díaz, ante la acusación totalmente lícita acerca del nefasto
sistema educativo de la región, respondió tratando de insuflar un espíritu
andaluz cerril e irracional sosteniendo que se estaba “faltando al respeto” a
los niños andaluces. Esta fórmula, la de
colocar lo sentimental por encima de la fría reflexión, es el principal escudo
protector levantado por los que precisan de la política regional para disfrutar
de unos pingües beneficios.
Izquierda, regionalismos y
separatismos: Una extraña coalición
Hablábamos
antes de como la izquierda ha estado tradicionalmente de la mano de los
separatismos, y también de los regionalismos. Esta coalición, presente a veces
de hecho y otras de derecho, se formó en los albores del siglo XX con la
intención de derribar al régimen de la
Restauración, y ha continuado, con sus más y sus menos (Veáse la Guerra
civil) hasta nuestros días.
Hoy,
me resulta absolutamente sorprendente
como los separatismos y los regionalismos continúan de la mano aun de su viejo
aliado. Podemos comprobarlo en estas tragicómicas manifestaciones en las
que es posible ver a esos raros especímenes que encarnan los separatismos
castellano, cántabro, asturiano o andaluz, enarbolando las banderas
separatistas de sus regiones acompañadas de otras comunistas o republicanas.
La
Izquierda, que tradicionalmente y de acuerdo al dogma ha considerado la cultura, no ya regional sino
directamente la occidental, como
nada más que una prolongación de esa opresión
universal que llamamos Capitalismo, está aliada con grupos que reivindican elementos culturales regionales que
se encuentran fundamentados en la tradición y que en algunos casos echan la vista atrás incluso hasta la protohistoria.
Esta
macedonia de propuestas de izquierdas combinadas con fórmulas regionalistas es
sin duda una particularidad típicamente española. Así, no es extraño contemplar
a regionalistas y separatistas cántabros, por ejemplo,
reivindicando la herencia de las
tribus del mismo nombre, sociedades formadas por jefaturas guerreras patriarcales, con una visión sagrada de la muerte en combate y que cantaban himnos de victoria mientras eran crucificados; a la vez que comulgan con el ideario del Mayo francés y utilizan el lenguaje inclusivo.
De la misma manera
que no es extraño que los más adeptos de
su provinciana identidad, sean los que más desprecian la nación española, y
no con argumentos que apunten a lo negativo de la Hispanidad, si no, en un
ejercicio de doblepensar
sorprendente, aludiendo a lo superfluo e innecesario de las identidades en
general.
No
queda ahí la cosa, porque en la mayoría de los casos izquierda y separatismos/
regionalismos forman grupos ya
indistinguibles, con ejemplos tan variopintos como Esquerra republican u
otros menos conocidos como los citados independentistas cántabros y asturianos.
Y yo me pregunto, ¿Pero no forma parte
la cultura regional, sea cual fuere,
de esa superestructura que debe ser enteramente reformada una vez se derribe
la Estructura a partir de la Revolución? Parece no ser así en el caso español,
ya que yo he tenido la oportunidad de “conversar” con personas que mezclaban en
su curioso ideario político la defensa de regionalismos de origen
protohistórico con elementos tan actuales como la ideología de género o la
revolución sexual y moral.
Es
posible en nuestro tiempo contemplar manifestaciones en las que los integrantes
van ataviados con banderas y símbolos de las tribus ibéricas anteriores a Roma,
junto con otras marxistas o republicanas. Pueden percibirse incluso ciertos
toques de Indigenismo, imitando a movimientos latinoamericanos, a través
de la identificación de los antiguos pobladores de España con el mito del Buen
salvaje, y a los “castellanos” o “madrileños” con los colonizadores que
mancillaron aquella arcadia feliz primigenia.
***
Lo
dicho en el párrafo anterior nos lleva a una de las primeras tesis que quiero
incluir en este texto: Las culturas
regionales, heredadas desde tiempos ancestrales, no han necesitado nunca estructuras estatales para perpetuarse y
desarrollarse. Han continuado su discurrir histórico perviviendo a través
de fórmulas orgánicas y naturales, sin necesidad de artificios
ni invenciones ex novo. Han pasado, de generación en generación, a través de las familias y de las comunidades humanas orgánicamente constituidas. No han
precisado de gobiernos ni parlamentos autonómicos. Pensar que unos determinados
localismos necesitan de cámaras legislativas y poderes ejecutivos es a estas
alturas ya un argumento ridículo, más si cabe si lo contrastamos con la
realidad que tenemos ante los ojos.
Y
voy más allá: El abanico de culturas
españolas ha gozado siempre de mejor “salud” en los tiempos anteriores al
nuestro. Existieron durante el Franquismo, durante la República, durante la Restauración
y durante el siglo XVIII, sin necesidad de la fórmula autonómica, y la implantación de ésta, algo totalmente
arbitrario, y sin demanda popular, se hizo para beneficiar a los que
capitaneaban ese proceso, y no tanto a los que de manera efectiva encarnaban
las tradicionales de la Piel de Toro.
Y
es aquí donde conviene poner uno de los muchos acentos en este texto: La Izquierda actual, abandonado ya el
paradigma marxista y pasada por el filtro de Mayo del 68, ha abrazado diversas ideologías y corrientes que aboga, entre otras muchas cosas, por la disolución de diversas estructuras sociales como la familia,
considerada un foco eterno de opresión. Es decir, estos partidos de izquierdas que se erigen como paladines defensores de las culturas regionales, son los mismos que están implementando políticas que buscan aniquilar los cauces naturales y eternos a través de los cuales las culturas, regionales y no regionales, se han perpetuado a lo largo de los siglos desde el más remoto de los tiempos pretéritos
¿Ven ustedes la falacia en todo ésto?
¿Ven ustedes la falacia en todo ésto?
Y
así llegamos al 2019, donde podemos ya aseverar que no se ha producido el más
mínimo despertar cultural, y mucho menos de las culturas de España,
irreconocibles ya tras más de cuarenta años de modelo autonómico.
Una visión de conjunto desde 2019
Todo
lo dicho en el párrafo anterior queda refrendado por el criterio de la
práctica, es decir, por todos los años en el que el principio de las
nacionalidades se ha plasmado en políticas concretas: Hemos experimentado un proceso de prostitución y falsificación de la cultura y de la
historia nunca antes visto en el país. Jamás se ha mentido tanto y se ha
logrado expandir con tanta eficacia las falacias regionalistas. Si,
regionalistas, porque en la mayoría de los casos el regionalismo actual no es
un problema menor que los separatismos abiertos.
Los
que han llevado a cabo ésto han sido unos buenos propagandistas porque no han
llevado el debate a lo racional, sino a
lo sentimental, tal como comentaba antes: La crítica a las estructuras políticas y administrativas de una
determinada región, te convierten
de manera automática en un enemigo de la
cultura de esa región. Nadie es profeta en su tierra, ¿Verdad?
Basta
ahondar en las medidas que se han venido materializando por toda la geografía
española, y no solo en Cataluña, País vasco o Galicia. Todo gobierno autonómico ha buscado de manera psicótica alimentar esos
hechos diferenciales, que no solo justifiquen la propia existencia de los
gobiernos y parlamentos autonómicos, sino también para utilizarlos como arma
arrojadiza contra un Estado central que debe responder ante estas teóricas
particularidades.
Mucha
gente se ríe de los intentos de “recuperación” del idioma cantabru en la antigua provincia de La Montaña, o de los carteles
de tráfico en bable y otros dialectos. Pero
realmente tiene poco de gracioso: Estamos sumidos en un círculo vicioso en el que todos buscan el criterio diferenciador con la provincia vecina, porque éste es el que va a proporcionar prebendas de todo tipo, desde las malditas subvenciones hasta diversos reconocimientos. Y este proceso puede no tener fin, porque el que se quede atrás recibirá menos compensaciones al tener menos cosas que compensar. La
falsificación histórica que hemos vivido en los últimos años y el manoseo
constante de las fórmulas culturales locales es lo que explica todo ésto. Como
alguien ya comentó, no se ha producido
una descentralización de las regiones, sino que se ha descentralizado en
unas comunidades autónomas que,
dentro de sus correspondientes áreas de actuación, han puesto especial empeño en centralizar todo lo posible. Así,
hoy tenemos a la zona oeste del Nervión hablando en Vascuence, porque a pesar
de que en ese territorio jamás se habló dicha lengua, ha quedado dentro de la
Comunidad autónoma del País vasco, y por tanto sujeta a sus políticas de
diferenciación y de búsqueda de hechos diferenciales.
En
otras palabras: No ha habido ningún
despertar de la cultura regional, al menos no auspiciado por los gobiernos
regionales. Más bien al contrario: las fórmulas
preexistentes y que se habían
heredado desde antiguo (A pesar de las profundas alteraciones fruto de la
revolución industrial y del éxodo rural), han sido utilizadas y deformadas a
más no poder, conformando un bizarro escenario en el que las tradiciones y
modos de vida orgánicos, y naturalmente
heredados en el ámbito de la familia o de la propia organización comunitaria local, han sido moldeados por diversos
gobiernos regionales hasta crear con ellos unas figuras grotescas que en nada
se parecen ya a la materia prima utilizada.
La justificación en el extranjero
En
España, en un país tan dado a la admiración un tanto injustificada de lo
exterior en detrimento de lo propio, se ha aludido mucho a otros países con sistemas de gobierno federales para
tratar de justificar la viabilidad del modelo.
Normalmente
tres han sido los grandes referentes: Estados
Unidos, Alemania y Suiza.
Antes
que nada, conviene ya puntualizar que la construcción de estos estados y la
evolución histórica de las naciones que los inspiran no se parecen en absolutamente nada al desarrollo español. El que
en estos países el sistema federal haya funcionado mejor que peor no significa
nada. Es cierto que es necesario y positivo el observar los experimentos de
otros países para ver que es extrapolable, pero esta tarea debe ir acompañada
de un criterio crítico que nos permita comprobar que es aplicable y que no.
-Estados Unidos
Estados
Unidos es el país federal por excelencia. Y dada su evolución histórica y la
construcción de su estado es casi natural que así sea: Estados Unidos se constituye a base de aluviones migratorios provenientes de la revolución demográfica europea que, desde las originarias Trece colonias, sirvieron para integrar los gigantescos territorios del Oeste. La organización en estados diversos y federados no fue más que el resultado de ese proceso histórico desarrollado a lo largo de las décadas. El
caso americano es quizá el más claro, porque la conquista del oeste no supuso
únicamente la construcción de las estructuras materiales de un Estado, sino
también el nacimiento de una nueva
identidad, de una nueva nación.
-Alemania
El
caso alemán tiene una especial complejidad: Desde Bismarck y la unificación
alemana, los patriotas germanos tuvieron que acometer la compleja tarea de
transformar la Confederación del Rhin y la propia herencia del extinto Sacro
Imperio, en un estado moderno.
No
es éste el caso estadounidense: Existían
ya formas estatales previas y un
sentimiento alemán
con profundas raíces que iban hasta el medievo. La construcción federal de
Alemania llevada a cabo a lo largo del siglo XIX fue también un resultado casi
natural del escenario previo del que se partía: Un gigantesco mosaico de
pequeños estados heredados del Sacro Imperio Romano Germánico, una brecha
socioeconómica entre el oeste industrial y el este rural, la falla religiosa
entre protestantes y católicas, y la polaridad entre Austria y Prusia por ver
quien dirigía el Germanismo.
En
semejante escenario se optó por la opción más sencilla de todas: Federar aquel
puzzle de piezas tan dispares y con numerosas élites políticas celosas de
perder su pequeña parcela de poder.
-Suiza
En
Suiza, más que un sistema federal, lo que existe es una confederación de municipios que realmente entronca con la tradición
de la región. El estado suizo se conformó a partir de la libre unión de unos
municipios preexistentes, que mantuvieron sus anteriores prerrogativas a pesar
de la federación. El tamaño reducido del país y sus condiciones geográficas,
formado por pequeños valles situados en mitad de los Alpes, permiten que se
sostenga este modelo de organización política.
El caso español y la falsa justificación
en su historia
En
caso español difiere en varios puntos fundamentales: Para empezar, España, como idea y
sentimiento no parte de ningún aluvión migratorio, como en el caso americano,
sino que surge a través de la transformación
de las poblaciones ya existentes en la Península a partir de la romanización
primero y del reino visigodo después. No surge, como algunos apuntan, con
la Reconquista, sino que es anterior a ésta y precisamente la que inspira ese
proceso histórico.
La
fragmentación política medieval fue, en ese sentido, el resultado de las diversas formas en las que la resistencia al poder
islámico se reprodujo en España, difiriendo bastante el “foco asturiano”
del “carolingio”, pero considerándose todos ellos españoles y herederos del
reino godo.
La
necesidad de ocupar las tierras reconquistadas y favorecer los traslados de
población, también fueron una de las principales razones que explican la proliferación
de fueros y cartas pueblas, así como de la gran libertad individual de la que
disfrutaban los españoles, situación bastante diferente de la que existía en
otras zonas de Europa con un feudalismo más férreo (Feudalismo de gleba)
Además,
hay que tener muy en cuenta que la Reconquista
no fue únicamente un esforzado batallar durante ocho siglos contra los poderes
musulmanes afincados en la Península o en el norte de África. También
podemos percibir una constante tensión
entre las fuerzas desintegradoras y las
integradoras presentes entre los propios españoles: La fragmentación
política no impedía el compartir una
misma identidad que en todos los casos miraba directamente hacia el perdido
reino de los godos, y que inspiraría no pocas políticas de unidad:
Son
muchos los intentos y proyectos de unificar
aquel espacio hispánico fragmentado políticamente. Mucho antes de que
aparecieran los Reyes católicos, como con Alfonso el Batallador y Doña Urraca,
por ejemplo. Lo que quiero resaltar es que la idea de una España unida es una constante en la Edad media, y los
intentos para que esa ideología tuviese una plasmación en la realidad política
se suceden de manera ininterrumpida, a pesar de que la unión bajo una misma
corona no se logra hasta el final del periodo.
Ya
con los Reyes Católicos, a la postre los encargados de finiquitar la
Reconquista y la integración, se produce una primera centralización del país que, superando no pocas estructuras
medievales nobiliarias, constituyen el primer
ejemplo de estado moderno, y que permitiría el desarrollo del Imperio
posteriormente, al ser España superior a todas las demás potencias, y no
únicamente en el plano militar con los tercios sino también en el organizativo.
Este dato es poco
señalado por los Tradicionalistas, que aluden
constantemente al modelo de los Reyes Católicos,
contraponiéndole al
de los Borbones, pero lo cierto es que, para el contexto del siglo XV, Isabel y
Fernando construyen precisamente un estado centralizado. Y es que hay que tener
muy en cuenta que lo que en una época se considera centralismo, en otra ya no
lo es, ante la natural evolución de los medios disponibles y las formas de
organización.
A modo de apunte,
señalar que precisamente la expulsión de los musulmanes y de los judíos se
encuadra en esta política de tratar de homogeneizar y hacer más viable el
control político del país.
La
progresiva decadencia de la Monarquía
se produjo, además, porque mientras que otras
potencias evolucionaron notablemente en sus formas de organización estatal
a lo largo de los siglos XVI y XVII, especialmente Francia e Inglaterra, España se quedó estancada en las
instituciones de los Reyes católicos que, aunque modernas en el siglo XV,
estaban ya obsoletas en el XVII.
La
necesidad de defender el Imperio, no tanto el americano sino el europeo, y el
de sostener el Catolicismo en el centro de Europa, llevó a que España centrase todas sus fuerzas en una política exterior
insostenible que, además, impidió el
desarrollo de las reformas internas. El mayor intento en ese sentido fue el
del Conde Duque de Olivares, con su Unión
de armas, aunque otros muchos propusieron también, y creo que
acertadamente, abandonar las posesiones holandesas, para centrar la atención en
el ámbito peninsular, y aglutinar esfuerzos en la defensa de la primacía
mundial.
La
catástrofe de la Guerra de sucesión,
la llegada de los borbones y la pérdida de las posesiones europeas es
lo que permite la aplicación de las reformas que, aunque muchos
tradicionalistas han catalogado como “ajenas a España”, lo cierto es que tenían
numerosos defensores internos desde bastante antes de la coronación de Felipe V.
La
centralización borbónica y todos los
cambios de inicios del siglo XVIII no
disparan ningún tipo de crisis, más bien al contrario: Frente a lo que
muchas veces se ha dicho, el siglo XVIII
es un siglo de recuperación y de paz para España. Es el siglo de la llamada
Segunda conquista de América llevando las fronteras del Imperio desde Alaska
hasta la Patagonia, España se mantiene como potencia junto a Inglaterra y
Francia, y cejan las constantes matanzas en guerras ajenas en el corazón de
Europa. El comercio con las Indias se multiplica, hay desarrollo interior y la
población aumenta, tras las sangrías y epidemias del siglo XVII.
Y
tal vez lo más importante: Todo ésto se
logra sin revueltas internas. Frente a lo sostenido por los secesionistas,
y algunos tradicionalistas, la Guerra de
Sucesión NO fue una guerra por la independencia, y la posterior
centralización, homogeneización y racionalización de las ESTRUCTURAS POLÍTICAS,
no suscitó el más mínimo levantamiento o resistencia. De hecho, el siglo XVIII
es un tiempo caracterizado por una enorme paz interna y externa, únicamente
rota por acontecimientos puntuales como el Motín de Esquilache, que en nada se
debió a cuestiones identitarias.
Esta
etapa ha sido muchas veces desprestigiada por el final que tiene que, desde
luego, no estaba implícito ni en su inicio ni en su desarrollo: La invasión napoleónica supone una quiebra histórica de la que, en parte,
aun no nos hemos recuperado. Pero desde luego ese hecho, ajeno a España, no
debe desmerecer el siglo XVIII que para mí puede ser catalogado como el Siglo de la recuperación, y, desde
luego, podía haber tenido un largo desarrollo de no haber sido por la ocupación
y devastación napoleónicas.
En
otras palabras y resumiendo mucho: En
España, desde Roma, se ha vivido en un proceso integrador que, aunque de
manera no constante, se ha venido desarrollando de manera ininterrumpida.
La
romanización permitiría la unificación
en cuestiones clave de la mayoría de las tribus hispánicas, hasta la
invasión germánica. Los visigodos
integrarían nuevamente todo el territorio peninsular, recuperando la
unidad, hasta la invasión mahometana. Los reyes
católicos, tras el esfuerzo reconquistador, reunifican el territorio con la
excepción de Portugal y centralizan las
estructuras de gobierno, creando el Estado más moderno del mundo en ese
momento.
Si
las reformas se detienen en ese momento, es por la propia constitución, tal vez
insostenible, del Imperio, que impide el dedicar esfuerzos a la reforma
interior ante la necesidad constante de tapar las “goteras” del Imperio
exterior. El Conde Duque, y otros muchos, advirtieron del nefasto destino que
viviría España de seguir por esa vía, previsiones que se cumplieron.
La
Paz Utrecht y la salida de España de Italia y los Países Bajos, permitió
centrar los esfuerzos nuevamente en dos grandes ámbitos: La Península ibérica y
América, lo que trajo un siglo XVIII que, como ya vimos, fue de recuperación y
mantenimiento de España como gran potencia, algo que desde luego no era
previsible dada la situación de agotamiento generalizados que vivía el país.
La
llegada de la contemporaneidad,
siguiendo a las huestes napoleónicas, trae consigo una nueva brecha en la historia de España, no ya por invasiones o
peligros externos (Que también), sino por la tremenda división generada en el propio
seno de la sociedad española, que, aunque haya evolucionado a partir del surgimiento del movimiento
obrero, continúa vigente desde entonces. Ese el auténtico origen de Las Dos
Españas
***
Completemos
lo dicho profundizando un poco en el mito de la Monarquía federal, que no fue más que una invención posterior de Vázquez
de Mella. No voy ni a entrar a comentar la idea de que un país deba organizarse
de la misma manera en una época en la que el medio de comunicación más rápido
era un jinete al galope o una paloma mensajera, con nuestro tiempo, en el que
con un click podemos transmitir un
mensaje a la otra punta del mundo.
Evadiendo
ese debate, decir que la mal llamada Monarquía
federal, compuesta por estructuras de origen medieval que para el siglo XVI
habían quedado ya obsoletas, fue el
resultado de cómo se construyó el Imperio, a base de herencias y conquistas,
sin reforma de las estructuras preexistentes. El no reformar apenas las estructuras
de gobierno que habían dejado los Reyes católicos no fue tanto por una visión
de estado particular, sino como ya vimos, por la imposibilidad de dedicar
tiempo, esfuerzos y dinero a esos cambios.
Parece
no ser casualidad que los Reyes
católicos no estuviesen muy de acuerdo con que el trono fuese heredado por un
candidato con derechos al Sacro Imperio Romano Germánico, ya que, tal como
ocurrió, los intereses de España podían verse desplazados por otros de tipo
imperial.
Y
es más, la propia Monarquía católica cae por las inconsistencias de sus heterogéneas estructuras, y por hacer oídos
sordos al personaje más capaz de la época, el Conde Duque de Olivares o a los
arbitristas. Castilla acabaría por
sostener sobre sus espaldas el peso de un imperio global. El resultado fue,
frente a la visión idílica que todavía algunos sostienen, una asfixiante presión fiscal que provocó
el hundimiento de la economía castellana,
una de las más industrializadas a inicios del siglo XVI, y la huida de la población hacia otras zonas donde el agobio vital
fuese menor. El origen de la actual distribución de la población en España, afincada en la periferia, tiene su
origen aquí, si bien es cierto que el éxodo rural de los siglos XIX y XX
también tuvo su influencia.
Ciudades
como Palencia o Alcalá de Henares poseían auténticas redes industriales,
comparables a las de holandesas, inglesas o a las del norte de Italia en los
inicios de la Edad moderna. España era
una potencia industrial. El sostener las estructuras heredadas de la Edad
media, y resultantes de la propia evolución de la Reconquista fue, lo que a la
postre, provocaría la caída del Imperio, y no poderes ocultos operando en la
sombra, a los que algunos siempre aluden para tratar de dar explicaciones a fenómenos históricos que contradicen
sus postulados políticos e historiográficos.
La dialéctica entre la integración y la
disgregación
Volviendo
al ejemplo de los Estados unidos, conviene puntualizar por qué funciona allí un
sistema federal que sería insostenible en España: En América las fuerzas que imperan son las integradoras. A nadie se le
pasa por la cabeza la secesión de un estado, a pesar de existir tal derecho en
su constitución. Y, aun así, ello no impidió en su día que llegasen a la guerra
para lograr mantener la unidad.
En
España, por el contrario, lo que impera a día de hoy son las fuerzas desintegradoras, con lo cual,
el federalismo, que además es la
exigencia que están presentando los mismos que pretenden la secesión, no sería más que la antesala de la ruptura
definitiva. Así ha ocurrido con todo estado en el que, como en nuestro
caso, se admitió la fórmula federal al verse azotado por fuerzas desintegrados para intentar
calmar los ánimos.
En
ese mismo sentido, también hay que desmentir otro gran argumento de los separadores: El separatismo, dicen algunos,
es una respuesta a la persecución que el centralismo ejerce sobre un sano regionalismo.
Basta
analizar la historia reciente para comprobar que ésto es radicalmente falso, y,
de hecho, ha sido siempre al revés.
Las
muestras de fuerza del estado central
han venido seguidas de la desmovilización
total de los separatismos. Por el contrario, la debilidad y las concesiones, han tenido como
respuesta una petición aún más radical
de prerrogativas. La firmeza eventual del Régimen de la Restauración o de
la dictadura de Primo de Rivera llevó al desmantelamiento casi instantáneo de
las fuerzas desintegradoras del país. El separatismo tras el año 1939 fue
insignificante, y no por la furibunda persecución tantas veces esgrimida: El
único grupo que hizo frente al Franquismo, y que además sufrió la persecución
más fuerte, fue precisamente el Partido comunista. Las izquierdas socialistas y
los separatismos no movieron un dedo en todos esos años (Excepción aparte es el
caso de ETA, aunque no es menos cierto
que ha asesinado
mucho más en democracia que durante la dictadura), más allá de reuniones
anecdóticas como el Contubernio de Munich, y tan solo regresaron a la palestra
con la Transición, precisamente ante un nuevo paquete de concesiones del estado
central. Y esto es así desde Felipe V, el cual, recordemos, centralizó el país
y no hubo la más mínima revuelta provocada por la reforma.
Y lo mismo podría decirse incluso de unos tiempos tan oscuros como los actuales: La simple movilización de gran parte del pueblo español unida a la aplicación del artículo 155 de la constitución de manera descafeinada, ha llevado a la paralización de la proclamación de la República catalana y a la huida de gran parte de sus promotores al extranjero. Hasta en unas horas tan bajas como las actuales, el simple hecho de manifestar que no se va a permitir la fragmentación del país ha bastado para frenar el proceso.
Y lo mismo podría decirse incluso de unos tiempos tan oscuros como los actuales: La simple movilización de gran parte del pueblo español unida a la aplicación del artículo 155 de la constitución de manera descafeinada, ha llevado a la paralización de la proclamación de la República catalana y a la huida de gran parte de sus promotores al extranjero. Hasta en unas horas tan bajas como las actuales, el simple hecho de manifestar que no se va a permitir la fragmentación del país ha bastado para frenar el proceso.
El
seguir argumentado que el separatismo es una respuesta al centralismo suena ya
a estas alturas a puro chiste, visto lo visto los últimos años. Si esto fuese
así, estaríamos disfrutando de ese sano regionalismo y de ese renacimiento
cultural regional que nos prometieron en los ochenta y que ya hemos visto que
ni ha llegado ni va a llegar.
Conclusiones y soluciones
Nos
encontramos, como otras tantas veces en la historia de España, en uno de esos
momentos de predominio de las fuerzas
desintegradoras del país y de la nación. Estamos sumidos en un proceso centrífugo en el que, como ya
vimos, unas élites políticas regadas por las subvenciones estatales, están en
una frenética carrera a la búsqueda del
hecho diferencial que les separare de la provincia vecina, del pueblo
vecino o incluso del vecino mismo. Y este proceso no va a detenerse por hacer
más concesiones a estos grupos o por reformar el sistema para que los feudos particulares
de estos señores sean unos determinados
terruños y no otros.
La
solución pasa, otra vez, por un estado
unitario, centralizador, integrador y racionalizador
que corte de raíz todas estas derivas. Y desde luego ello no implica el
consolidar ningún poder central que aplaste las culturas regionales. Más bien
al contrario: Esa centralización, apoyada, por qué no, en los nuevos medios tecnológicas y técnicos de
transmisión de la información, debe llevar a que las sacras culturas españolas se desenvuelvan y evolucionen nuevamente a
través de unos cauces naturales y orgánicos, a través de la familia y la
comunidad en que cada hombre crece, como llevan haciendo desde el origen mismo
de los tiempos e impidiendo de paso, que los numerosos arribistas y oportunistas
de la vida política continúen lucrándose y alcanzando cotas de poder
inmerecidas a través de la instrumentalización de las culturas de nuestras
regiones.
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