Un breve prólogo: Es para mi un placer presentar hoy el que es el primero de los artículos invitados que se publican en esta plataforma. Una colaboración que espero se repita en más ocasiones, y que nos brinda este magnífico análisis de la evolución de la postura que tradicionalmente las fuerzas más progresistas del panorama político español han tenido con respecto a la idea de España.
Esta reorganización de los republicanos es prácticamente irrelevante. No sólo el corrupto sistema electoral de la Restauración restringía su participación: los propios partidos, con una débil organización, se centraban más en torno a actividades intelectuales que políticas. Azaña tildaría al Partido Radical de “la oposición republicana de Su Majestad” precisamente por su irrelevancia política y complicidad en el sistema caciquil.
[…] yo,
aunque internacionalista, me siento cada vez más profundamente español. Siento
a España en mi corazón, y la llevo hasta en el tuétano mismo de mis huesos. Octavio Cabezas, Indalecio Prieto: socialista y español, Algaba Ediciones, 2005, p.
307.
Sin más, les dejo con el texto.
Es innegable que, a día de hoy, las izquierdas españolas presentan una visión del país incongruente o incompleta o falsa. O las tres cosas. En primer lugar vamos a limitarnos a analizar de forma somera la posición sobre España que tienen los tres partidos principales de la izquierda del Congreso de los Diputados: el PSOE, Podemos e Izquierda Unida. Estos dos últimos, al estar en coalición, pueden presentar en distintos puntos opiniones divergentes, sobre todo IU, ya que es una amalgama de partidos. En segundo lugar, haremos un análisis histórico del patriotismo dentro de las fuerzas más progresistas de cada época. A partir de ahí, sabremos los orígenes de las doctrinas progresistas actuales y su relación con el patriotismo. Todo esto con el fin de responder a una cuestión: ¿puede haber una respuesta patriota dentro o a través de la izquierda?
Es innegable que, a día de hoy, las izquierdas españolas presentan una visión del país incongruente o incompleta o falsa. O las tres cosas. En primer lugar vamos a limitarnos a analizar de forma somera la posición sobre España que tienen los tres partidos principales de la izquierda del Congreso de los Diputados: el PSOE, Podemos e Izquierda Unida. Estos dos últimos, al estar en coalición, pueden presentar en distintos puntos opiniones divergentes, sobre todo IU, ya que es una amalgama de partidos. En segundo lugar, haremos un análisis histórico del patriotismo dentro de las fuerzas más progresistas de cada época. A partir de ahí, sabremos los orígenes de las doctrinas progresistas actuales y su relación con el patriotismo. Todo esto con el fin de responder a una cuestión: ¿puede haber una respuesta patriota dentro o a través de la izquierda?
Los socialistas, desde tiempos de Felipe González, han
defendido una concepción de España en teoría positiva, de una nación cuya
diversidad supone valores positivos que se armonizan correctamente en un sistema descentralizado. El PSOE en sus
inicios promovió la reconciliación de ambos bandos de la Guerra Civil
(recordemos su importantísimo papel en la Transición), aunque claramente posicionándose de parte de los republicanos
en el debate histórico, ya que contaba con muchos militantes exiliados o
represaliados durante el Franquismo.
Todo
esto, como ya he dicho, en el plano teórico. El PSOE fue en el periodo de 1978
– 2014 una de las dos bisagras del
sistema político español: una de las columnas de Hércules del bipartidismo.
Por tanto, como organización cuyo ejercicio del poder es decisivo para el funcionamiento del país, se anteponen los objetivos políticos a los ideológicos.
No
voy a negar que hayan podido militar en este partido personas patriotas o con
una concepción realista del país, pero la realidad es que, desde la Transición,
el PSOE ha cimentado la hegemonía
ideológica de la izquierda presentando, entre otras cosas, una visión oscura de la España tradicional:
“Sables, casullas, desfiles militares y
homenajes a la Virgen del Pilar”, como dijo Azaña en su día.
No
sólo criticaba a la España tradicional (algo comprensible en la resaca de un
régimen ultraconservador) sino que, usando en buena parte la ideología del
régimen, identificaba España como un
país excesivamente tradicional y atrasado, cerrado al resto del mundo.
Consecuencia inmediata de ello es considerar España una vergüenza. Esto
conlleva varios problemas.
1) Primeramente, supone dar la razón a la aparente mentalidad
franquista: España es católica, rural, taurina, cañí, machista,
anti-europea, conflictiva y autoritaria. El PSOE critica esto, pero no lo
niega. Afirma que España es como (supuestamente) dicen los partidarios del
régimen de Franco que debe ser, (nótese, brevemente, que el régimen de Franco jamás tuvo una ideología concreta y plenamente
unificada) solo que critican esta realidad.
2) Entra en conflicto con aquellos simpatizantes
y militantes (aunque no sean abundantes) que se denominan patriotas o se
enorgullecen de su país. La solución que el PSOE pone es, en parte, conflictiva
con el primer punto; se trata de afirmar que “esta no es la España que
queremos” y que son españoles de una
España que no existe, que está por crear, cuyos valores se resumen en una
memoria histórica pro-republicana, un sistema de pensiones, una sanidad y
educación públicas que se sufragan gracias a las cotizaciones de inmigrantes
que, por razones humanitarias, entrarían en un país con fronteras abiertas.
3) El punto más importante: no coincide con la realidad. España es el país más tolerante del
mundo con la homosexualidad, el quinto con mayor bienestar para las mujeres, el
decimosexto menos religioso (y uno de los que tienen un mayor ritmo de
secularización), es una de las pocas naciones europeas que aceptaron de cabeza
la Constitución Europea, y en 2018 no posee partidos de derecha euroescéptica
en el Parlamento.
La
táctica del PSOE podía ser efectiva en la Transición y principios de los ochenta
cuando, como ya he mencionado, España estaba de resaca de una dictadura. En el siglo XXI es ridícula y hace aguas por todas partes. España es un país eminentemente progresista, cosa que vemos en un cambio de discurso en el PSOE, apenas perceptible.
La
Unión Europea sigue siendo un punto clave del programa socialista, en tanto que
consideran indispensable e indiscutible la participación de España en ella,
pero se ha dejado de mirar al resto de países europeos como referentes (salvo
en algunos aspectos, como el gasto público). ¿La razón? El auge de la Nueva derecha es el mayor peligro contra la socialdemocracia.
De
todas formas, todo esto es la teoría. En la práctica, el PSOE, a nivel
ideológico, no ha impulsado el republicanismo o el federalismo de forma seria,
ha promocionado y defendido el Islam pese a apoyar el laicismo, poco ha tenido
en cuenta a los obreros en materia laboral, y tan solo se plantea sacar de las
cunetas a los fusilados de la Guerra Civil ochenta años después de su final. Recordemos que, como partido
fundamental del país, lo importante son
los logros políticos, no ideológicos, ya que sus dirigentes tienen un claro
interés en mantener el poder.
Aparte
de esta concepción social, existe una concepción
política poco definida. El PSOE ya se llamaba federalista en los años
ochenta, y todos sus dirigentes han abanderado este rasgo como una parte de su
proyecto que, en realidad, jamás han llevado a cabo. Amén de esto, proclaman
que España es una nación de naciones,
cosa harta incongruente, con el fin de tomar el voto tanto de separatistas,
unionistas, y de gente ajena a la cuestión.
De Unidos Podemos no se puede decir nada nuevo en el plano
social, ya que emplean una táctica igual a la de los socialistas, aunque con mayor radicalismo en lo económico, pero sí similar en la materia política. No sólo aceptan la existencia de una nación vasca o catalana dentro de la española, sino que militantes y simpatizantes llegan a defender que España no existe, que es una amalgama de naciones ibérica, razón de más para apostar por el Federalismo. Políticos como Juan Carlos Monedero han afirmado que Cataluña como nación precede a España.
El
criterio en el que se basan para certificar el nacimiento de Cataluña es su
mención en la Historia y una cultura propia, pese a estar disgregada en varios
condados. España, pese a contar con su nombre y unidad desde siglos atrás, nace
en 1812 con la Constitución de Cádiz. Semejante disparidad de criterios revela una clara voluntad de seguirle el juego a
los separatistas. Avergonzarse de la historia nacional (véase el artículo sobre la Leyenda Negra) da lugar a que se tengan otras concepciones erróneas por motivos políticos:
considerar a Almanzor o a Boabdil españoles, por motivos antirracistas;
afirmar, por la misma razón, que España es un país con un componente genético
árabe importante, renegar de la Reconquista o blanquear las campañas de los
andalusís.
Llegan
a considerar la celebración de la toma de Granada o de Sevilla apología del
racismo, aunque, siguiendo la tesis previa, los árabes no pueden ser racistas
con los árabes. (No obstante, es curioso notar que Marx habló favorablemente de
los españoles, entre otras cosas, por la labor emprendida en la Reconquista):
De un lado,
durante los largos combates contra los árabes, la península era reconquistada
por pequeños trozos, que se constituían en reinos separados. Se engendraban
leyes y costumbres populares durante esos combates. Las conquistas sucesivas,
efectuadas principalmente por los nobles, otorgaron a éstos un poder excesivo,
mientras disminuyeron el poder real.
Karl Marx, La
España Revolucionaria, New York Daily Tribune, 9 de septiembre de 1854.
Cuando
se habla de la conquista de las Américas, en cambio, los españoles nos
convertimos en frisones: somos rubios de ojos azules de dos metros, que hacemos
gala de nuestro supremacismo masacrando indígenas, obviando el clima de guerra
civil que encontraron los españoles al llegar, la colaboración de nativos con
los colonos y otros factores no menos importantes.
Dicho
esto, no es necesario indagar más para demostrar que la izquierda actual no es
en absoluto patriota, peso a sus argumentos ocasionales en los que abogan por un nuevo país. es curioso notar cómo, en sus discursos, se recurre a la construcción de "este país" para referirse a España, un nombre que reminiscinte de la Reconquista, la Inquisición, la conquista de América y el Franquismo, no debe ser nombrado. Es inevitable preguntarse, "¿Ha sido siempre así?" La
respuesta es un rotundo no.
Desde
la guerra de independencia hasta la guerra civil, las izquierdas fueron
patriotas en muchos sentidos, y en algunos casos, el patriotismo era el alma de revoluciones y pronunciamientos.
Nótese que, por izquierda, nos referimos
a las fuerzas progresistas del momento, con lo que esto conlleva para
nuestro análisis en cada etapa. Procedamos a analizar las fuerzas progresistas
según cada etapa de nuestra historia contemporánea.
1) La Francesada y Fernando VII (1808 – 1833): liberales
y exaltados
2) Isabel II y la Gloriosa (1833 – 1874): los
demócratas y los primeros republicanos
3) La Restauración (1874 – 1931): socialistas y nuevos
republicanos
4) II República (1931 – 1939): los progresistas
en el poder
5) La dictadura de Franco (1939 – 1975): maquis,
exiliados y otros opositores al régimen.
1) Los liberales y exaltados
decimonónicos
No
hace falta ser licenciado en Historia para saber que, entre los opositores a la
ocupación francesa, había un gran número de intelectuales y militares que
apoyaban el liberalismo, la
ideología más progresista por entonces. Jovellanos, el Empecinado, Riego… todos
ellos se levantaron en armas contra los franceses, motivados por su patriotismo.
Es conocido también el caso de los afrancesados,
los liberales partidarios de José Bonaparte que, ya en la guerra y aún siglos
después, se les considera traidores a España; hoy día perdura en las mentes de
algunos la posibilidad de algún patriotismo español pro-napoleónico, con el
motivo de mejorar el país, caso que ya se ha analizado en otro artículo y hemos denostado.
Ahondemos
en la cuestión ideológica de los
liberales. Se caracterizaban por la defensa
de un proyecto definido, una Constitución (La de 1812), que habría de dotar al conjunto de españoles de amplios derechos en base a una soberanía nacional. La monarquía era casi innegociable para los liberales; el republicanismo no comenzó a ser una opción hasta la década de 1840. La República, tras el caso francés, en el que devino en un Imperio despótico, estaba totalmente desprestigiada en esta época. Los
liberales españoles eran, a diferencia de los franceses, fervientes católicos, prueba de ello en la prohibición de otras
confesiones distintas al catolicismo en La Pepa. Hay que subrayar que los
liberales no se oponían al Rey ni a la
Iglesia directamente. Lo que pretendían era limitar su poder, ganándose su
confrontación con ellos, para dárselo a la nación española.
Existía
la idea de crear una España nueva, no en el sentido de los programas políticos
actuales, centrados en unos valores concretos. Más bien, implantar de forma
certera un sistema legal completamente
distinto e innovador, alejado del corporativismo medieval-moderno, y
definir a España dentro de esta nueva legalidad. Es en el siglo XIX cuando los
estados-nación empiezan a formarse. La Constitución no es sólo un proyecto
político, es la voluntad de materializar
definitivamente un proyecto nacional, cristalizar un destino común a partir
de la sólida base de siglos previos.
El
patriotismo, al contrario de lo que ocurre hoy, era la columna vertebral del
proyecto más progresista, en el que encontraba mayor seriedad que en otras
facciones políticas. Los absolutistas no
eran menos patriotas, dotados de un sentimiento netamente antifrancés, (de
ahí su identificación del liberalismo con la Francia laica y del catolicismo del
Antiguo Régimen con una España castiza) pero su modelo político no comprendía
lo que es una nación en el sentido moderno.
La
influencia de los liberales en el
patriotismo fue casi inmediata. El Trienio liberal
(1820-1823) vio, por ejemplo, la creación de un primer himno nacional: el himno de Riego, que fue oficial en este periodo. La década ominosa interrumpió o borró por completo las reformas liberales, que no tardarían en regresar a la muerte de Fernando VII. La división provincial de Javier de Burgos, mayormente vigente en el presente, ya tenía en mente la articulación nacional. Los
partidos políticos de las siguientes dos décadas eran todos conscientes de que
la nación española necesitaba un proyecto
para vertebrarla. Los moderados, la fuerza más importante por entonces,
liberales no progresistas, definían
como una de sus bases “Inculcar todas las
ideas que lleven por objeto desarrollar el principio de nacionalidad;” en
resumidas cuentas, los liberales contribuyeron a la formación de la identidad
española buscando plasmarla en el plano legal. El propio nacionalismo español era la base de su progresismo.
2) El partido demócrata y el primer
republicanismo
Muerto
Fernando VII, comienza a construirse el
estado liberal en España. Siguiendo lo anterior, las fuerzas políticas
cuentan con un programa que cuenta con la formación de una nación en el sentido
moderno, un rasgo impulsado desde la izquierda. El Estatuto Real de 1834, una
carta otorgada que se apoya en los moderados, es el centro de la legislación
nacional y no la Constitución de 1812. Es por ello que los progresistas no sólo
no la aceptan sino que, tachando la Pepa de anticuada, (en parte cierto, ya que
ésta hacía referencia a unas colonias que España ya no poseía) se encargan de elaborar una constitución nueva en
1837.
En
cuestión de dos décadas, los liberales progresistas dejaron de defender el respeto
a la constitución vigente por el que tanta sangre habían dado. Nótese que las constituciones eran programáticas, más declaraciones de principios que otra cosa, y no empiezan a tomar carácter estrictamente normativo hasta después de la Primera Guerra Mundial. La izquierda política va empezando a tomar posiciones más revolucionarias, y a evidencia que el respeto a La Ley es, en verdad, sólo un medio. Aún así, por el momento no han abandonado su carácter patriota, y es más, justificaban la necesidad del cambio constitucional en las necesidades nacionales. Durante
la regencia de Espartero (1840 – 1843), el
republicanismo, desechado poco después de que Napoleón se coronase
emperador, vuelve a emerger como opción
política, especialmente entre la burguesía catalana. Barcelona será, desde
entonces, la capital de republicanismo español. La causa de esto es, principalmente,
la Guerra Carlista (1833 – 1839), que, como todo conflicto armado, resulta en
la radicalización política del espectro político; el catolicismo pierde peso dentro de las fuerzas progresistas,
grandes adalides de la desamortización de Mendizábal.
La
dicotomía moderado-progresista dentro del liberalismo continúa estable hasta
1849. En el marco de las revoluciones europeas, la Primavera de los Pueblos,
que ve la aparición de movimientos nacionales como el húngaro o el alemán, se
funda el Partido Demócrata. En un primer momento, es, simplemente, una amalgama
de fuerzas progresistas que se unen por un objetivo común: el sufragio universal masculino. En cuanto a la cuestión nacional,
el debate permanece sin cambios mayores frente a la Constitución de 1845, la
Segunda Guerra Carlista o la Vicalvarada de 1854.
A
partir de la década de 1860 se comienza a agudizar la cuestión. El propio seno
del Partido Demócrata acrecienta dos debates dentro del patriotismo que, si
bien ya existían, apenas habían tenido trascendencia. El mencionado republicanismo, que ya había estado en
auge desde la regencia de Espartero, es ya un punto inamovible del partido, y
el federalismo, que encontró bastante
difusión en un primer momento, favorable
a la integración de Portugal.
Una
serie de republicanos federalistas desfilan por mediados del siglo XIX,
poseyendo un pensamiento poco diluido en la totalidad de la nación. El federalismo encontraba su apoyo, al principio, en pura ideología; no era considerado una necesidad nacional,
sólo reivindicado por los demócratas.
En
su libro Las Nacionalidades (1877),
el demócrata Francisco Pi y Margall defiende
el federalismo por ser una base de la democracia y del respecto al individuo, (bebiendo del anarquista Proudhon) además de argumentar que una nación debe estar cimentada en el respecto y la autodeterminación de sus pueblos; el modelo que defiende para España es el de una nación que pueda resolver sus problemas por medio de una república democrática federal, refiriéndose repetidas veces al caso estadounidense, suizo o alemán. Es preciso indicar que, en esta época, el secesionismo no era una opción a considerar en España, totalmente descartada por Pi y Margall y los otros demócratas. El caso es que, creada la identidad nacional, la izquierda comenza a usarla como justificación de su programa político. La nación ya no es un fin, sino un medio.
La
Revolución Gloriosa, al grito de ¡Viva
España con gloria! encarna este espíritu. La propia revolución,
materializada por progresistas (centro-izquierda) y demócratas (izquierda)
supone el fomento del republicanismo y el anarquismo en España, alcanzando
niveles de popularidad nunca antes vistos. El federalismo y las ansias
descentralizadoras son puestas en duda por la sublevación cantonal, que se
salda con miles de muertos. Las consecuencias de ésta fueron tan duras que el federalismo quedó deslegitimado por
buena parte de la izquierda durante décadas. Anteponiendo la integridad de
la nación a la política, los federalistas ceden ante el defensor de la
república unitaria, Emilio Castelar, quien tampoco se mantendrá en el poder
ante un parlamento eminentemente federalista.
3) Socialistas marxistas y anarquistas
y los republicanos de segunda generación
El
Sexenio Democrático (1868 – 1874) supone la entrada definitiva del anarquismo y
del marxismo en España, el primero con Giuseppe Fanelli y el segundo con Paul
Lafargue. Esto supone un verdadero cambio de paradigma ideológico: la pugna de
liberales moderados contra progresistas se va quedando atrás, por no hablar de
la de tradicionalistas-legitimistas contra liberales; frente al conflicto
anterior, que se basaba en el regreso al orden previo a la Revolución Francesa,
el nuevo conflicto busca una nueva revolución: esta revolución, igual que la
previa terminó con los estamentos, acabaría con las clases sociales. Ha nacido
el combate ideológico entre socialistas (tanto marxistas como anarquistas) y
liberales (conservadores o progresistas, quienes ahora se aliarán en contra de
este nuevo enemigo). En cualquier caso, el socialismo usurpa la posición de la
izquierda al republicanismo democrático. Ajeno o incluso contrario a la democracia
parlamentaria, abiertamente hostil a la
Iglesia y a la monarquía, el socialismo no desarrolla tesis novedosas en
cuanto a la concepción de la nación española. Es más, la clase social es el nuevo eje de la doctrina progresista, y no la
voluntad nacional o el destino del país. Dentro del socialismo, el sistema
marxista es el más novedoso en tanto que busca ofrecer una explicación completa
de la Historia y aporta una cosmovisión desde la que la nación española
adquiere otro significado.
En
esta época, el liberalismo, asentado y marginando aún más al absolutismo tras
la Tercera Guerra Carlista, continúa defendiendo el patriotismo en los dos partidos en los que el régimen de la Restauración se apoya.
El Republicanismo comienza a acercarse al nacionalismo catalán (No al vasco, que permanecerá ajeno a este tema hasta después de la Segunda República) y llega a dividirse en torno a esta cuestión. Por una parte, los discípulos de Nicolás Salmerón, partidarios del federalismo, colaboran con los nacionalistas catalanes, no tanto por la aceptación de Cataluña como nación, sino por el objetivo común del sufragio universal y una democracia más amplia, así como derrocar la monarquía alfonsina; los republicanos radicales de Alejandro Lerroux buscan un modelo de país similar al de la Tercera República Francesa: Una república laica y centralista.
A partir de la década de 1910, el republicanismo lerrouxista será el más prominente, dada la impopular colaboración de Salmerón con los catalanistas, la falta de organización de los federalistas y la propia muerte de su líder. El Republicanismo comienza a acercarse al nacionalismo catalán (No al vasco, que permanecerá ajeno a este tema hasta después de la Segunda República) y llega a dividirse en torno a esta cuestión. Por una parte, los discípulos de Nicolás Salmerón, partidarios del federalismo, colaboran con los nacionalistas catalanes, no tanto por la aceptación de Cataluña como nación, sino por el objetivo común del sufragio universal y una democracia más amplia, así como derrocar la monarquía alfonsina; los republicanos radicales de Alejandro Lerroux buscan un modelo de país similar al de la Tercera República Francesa: Una república laica y centralista.
Esta reorganización de los republicanos es prácticamente irrelevante. No sólo el corrupto sistema electoral de la Restauración restringía su participación: los propios partidos, con una débil organización, se centraban más en torno a actividades intelectuales que políticas. Azaña tildaría al Partido Radical de “la oposición republicana de Su Majestad” precisamente por su irrelevancia política y complicidad en el sistema caciquil.
La
fuerza política propiamente
revolucionaria en la Restauración son los
socialistas. Alcanzan un momento de auge en el trienio Bolchevique (1918 –
1920/1921) que les brindará la jornada de ocho horas tras una huelga que estuvo
a punto de deponer la casa de Borbón.
Los republicanos, identificados con la clase burguesa intelectual de los cafés,
no son plenos aliados de los socialistas; tienen, como los catalanistas, el fin
común de destruir el sistema de la Restauración. Su moderantismo e indecisión
entre la revolución y la reforma impedirá que los marxistas, organizados en el
PSOE, tomen en serio una alianza con ellos. Nada que comentar en este aspecto
sobre los anarquistas.
Los socialistas no se centran en el modelo territorial porque
dan por hecho la existencia de España y, siguiendo las tesis marxistas
decimonónicas, el estado burgués jacobino es la estructura a transformar en un
estado socialista. En otras palabras, la España construida el reinado de Isabel
II, el estado liberal moderno, es innegociable, y es el sujeto pasivo de la
revolución socialista. El catalanismo, hasta la II República mayormente
burgués, es denostado duramente junto al nacionalismo vasco. Todo ello no
implica una posición favorable con respecto al federalismo.
Apoyan cierta descentralización, con tal de conseguir la "construcción de un Estado fuerte capaz de impulsar la transformación de la clase trabajadora y frenar los impulsos retardarios del nacionalismo". Los marxistas beben de las ideas republicanas de décadas anteriores para nutrir su ideario, pero han de aclararse dos puntos.
1) Los
socialistas daban por sentada la unidad y existencia de la nación española. Como los demócratas y republicanos, no era
un tema que les preocupase más que a nivel político, o sea, estructurarla como
un estado socialista.
2) Los
socialistas no eran patriotas.
El patriotismo y el nacionalismo son, para el marxismo, fenómenos burgueses que
sirven a la hora de crear el estado liberal. Dentro de España no era necesario
fomentarlo ya que, habiendo construido el estado liberal, las ideas patriotas
podían ser usadas en contra de la clase obrera, se tratase de nacionalismo
español o periférico.
Del
caso anarquista, para rematar este apartado, es preciso comentar que la
Federación Anarquista Ibérica es el máximo exponente del iberismo en esta
época. El iberismo, a partir de entonces, lejos de suponer una asimilación de
Portugal por parte de España, es más bien la
fusión de ambos estados en una nueva nación. Esta corriente (merecedora de
ser comentada en otro artículo) deja de ser, como había sido en el siglo XIX,
partidaria de integrar a Portugal en España; de ahora en adelante se centrará
en ceder la soberanía española en favor de una entidad totalmente nueva con
propósito de tabula rasa sobre la
historia nacional. Este hecho lo comenta Azaña en La velada en Benicarló, diálogo político que escribió durante la
Guerra Civil:
Hablan de la
guerra en Iberia. ¿Iberia? ¿Eso qué es? Un antiguo país del Cáucaso… Estando la
guerra en Iberia puede tomarse con calma.
Manuel Azaña, La velada en Benicarló, Editorial Castalia, 2005, p. 208.
4) Los progresistas en el poder
La
caída de Alfonso XIII y la proclamación de la República en abril de 1931 abren
un
escenario en España que no se veía en más de cincuenta años: la izquierda política accede al poder. Ya hemos comentado la ideología de los socialistas y los republicanos de segunda generación, cuyo programa político será acorde a aquella, aunque conviene comentar algunos puntos y sucesos de la política republicana. El
origen de las autonomías, a nivel político, está en la Segunda República. Los
republicanos burgueses (Azaña, Martínez Barrio, Lerroux, etc.) y los
socialistas, opuestos a la proclamación de la «República Catalana com Estat
integrant de la Federació Ibèrica» de Francesc Macià, no permiten la república
federal. En su lugar, proponen el estado de las autonomías, en un debate
acalorado e intermitente que sólo cesará con la Guerra Civil. El origen
doctrinal o ideológico de este sistema, descentralizado pero no federal, se
encuentra especialmente en el exitoso escritor valenciano Vicente Blasco
Ibáñez.
Blasco
Ibáñez planteaba cierta descentralización dentro de una república democrática,
pero se oponía al nacionalismo valencianista y al federalismo. Como
consecuencia de esto surge el “autonomismo”, a favor de ceder competencias a
municipios y regiones, cuyo representante político será el Partido de Unión
Republicana Autonomista (PURA). Partidos como la ORGA de Casares Quiroga
heredan esta doctrina y la implantan a su ideología, que cristaliza en el
régimen del 31. Es decir, la Segunda
República tenía un modelo territorial burgués y progresista, con el
consentimiento del PSOE.
La
CEDA y el PRR se oponen a las autonomías,
lo que lleva a la proclamación de la República Catalana de 1934, bajo el
gobierno de estos dos partidos. Existe una importante discordia en torno a la
descentralización de la República: la derecha busca recentralizar; los
nacionalistas periféricos pretender ahondar en la descentralización. Únicamente
los socialistas y burgueses republicanos, primeros padrinos de la idea
autonomista, la defenderán, y no siempre con firmeza. Es necesario hacer
hincapié en que los socialistas, son los que dan pie a la sublevación de
Companys tras haber hecho ellos la suya propia. La revolución de Asturias fue
así llamada porque el levantamiento obrero ocurrió sólo allí, pero los
socialistas tenían en mente una revolución a escala nacional. La entrada de la
CEDA en el segundo gobierno Lerroux es una pobre excusa. Pese a que los
socialistas tildaron a dicho partido de fascista (también a Lerroux), lo cierto
es que la formación de Gil-Robles, pese a utilizar ciertas consignas y estética
sospechosa (el uso del apelativo de jefe o los camisas verdes de las JAP), su
supuesto fascismo se terminaba ahí. La CEDA era una formación ultraconservadora
mayoritariamente monárquica (y por tanto en contra de la República), pero no
era equiparable al PNF italiano o al NSDAP alemán. La Falange, verdadero
partido fascista de la época, era, por otra parte, minúscula, hasta el punto de
no conseguir un solo escaño jamás. Su verdadero auge llegaría en el periodo
entre las elecciones del 16 de febrero y el golpe de estado del 18 de julio.
Lo
que quiero decir es que los socialistas, pese a no haber un peligro de fascismo
real, se levantan contra la República, que al fin y al cabo, sólo era un medio
para conseguir su verdadero fin: el Socialismo.
Es cierto que la Constitución del 31 reunía no pocos elementos ideológicos izquierdistas,
como el artículo 1 haciendo referencia a una «República democrática de
trabajadores de toda clase» o el artículo 44, que aducía la posibilidad de
socializar la propiedad privada. El socialista Fernando de los Ríos tampoco
escondió el objetivo de su partido de ir hacia una economía dirigida.
La
República, no obstante, era ya algo demasiado lento, incluso un obstáculo para
sus objetivos, por lo que su plan era rebelarse, considerando el propio Largo
Caballero el ir a una guerra civil. El gobierno de la derecha (que no había
secundado el golpe de Sanjurjo en 1932) calma tanto la rebelión catalana como
la asturiana. De una forma u otra, la
derecha fue la que pretendió conservar la República, y no la izquierda.
Aunque todo sea dicho, no ha de agruparse a los carlistas ni a la Falange
dentro de esta derecha a favor (o por lo menos no hostil) hacia la República,
pues ambas fuerzas buscaban también un cambio de régimen. La izquierda que
verdaderamente buscaba conservar la República fue la de los republicanos
burgueses como Azaña, quienes a su vez, al contrario que los socialistas,
reconocieron el fracaso de la República al iniciar la guerra.
La
crispación civil en la antesala de la Guerra Civil ve cómo las derechas tildan
de antipatriotas a las izquierdas; los socialistas, lejos de renegar de su
país, o pretender formar uno nuevo, apelan al patriotismo por primera vez. Ante
las acusaciones de ser parte de la “Antiespaña”, Indalecio Prieto respondió:
Es
más, durante la Guerra Civil los marxistas hacen llamamientos a las armas
comparando la ayuda de Alemania e Italia a los sublevados con la ocupación
francesa de 1808. No se debe caer en la trampa de pensar que la experiencia
republicana, como Prieto decía, había llevado al PSOE al patriotismo. Éste era
una bandera, pero de ninguna manera un proyecto político. De manera similar la
URSS de Stalin evocaría a Pedro I de Rusia. Es preciso aclarar que, más allá
del ámbito propagandístico y del pensamiento (prácticamente marginal) de
ciertos políticos, el bando republicano
no fue un ejemplo de patriotismo: varias ramas del Ejército Popular
actuaban como independientes, reacias a colaborar, muy especialmente la
CNT-FAI, y por todos son conocidas las jornadas de mayo de 1937. Los
nacionalistas vascos crean su propio ejército, que no obedece órdenes del
Estado Mayor republicano, y los catalanistas de izquierdas plantean proclamar
la república catalana como un estado independiente y neutral en la guerra. Es
decir, dentro del ejército las distintas
ramas miraban por su bienestar político, y no por el nacional.
Como
una excepción a destacar, está Vicente Rojo Lluch, líder del propio Ejército
Popular, y uno de los pocos militares afines a la República, quien se lamentó
de la falta de cohesión de las fuerzas. Terminada la guerra, los líderes
republicanos señalarían este factor como una de las causas principales de su
derrota, junto a la intervención italo-alemana y la pasividad franco-británica.
La derrota en la guerra será lamentada
de forma distinta por las izquierdas.
Los burgueses republicanos, más patriotas, se preocupan más por la destrucción
de su nación, mientras que los marxistas y anarquistas, pese a lamentar esto, hacen
más hincapié en la oportunidad de revolución perdida. De todas formas, ambas
fuerzas son condenadas al exilio. El republicanismo terminará desapareciendo
entre la burguesía, y el socialismo se fortalecerá como la oposición principal
al régimen de Franco.
5) Maquis, exiliados y otros opositores
Esta
etapa no se caracteriza por una verdadera importancia en la oposición a la
dictadura, que sólo fue verdaderamente relevante a finales de los sesenta y en momentos puntuales de las décadas previas; su verdadera importancia está en el hecho de que, tomando los rasgos ideológicos de etapas previas, comienzan a forjarse unas izquierdas más similares a las actuales. De
los republicanos burgueses no
comentaremos nada más en el artículo salvo que el gobierno republicano en el
exilio, primero en Ciudad de México y después en París, no pasó de un conjunto
de reuniones de escaso impacto en la
España de Franco; cuenta como excepción el intento de colaboración con los monárquicos juanistas al terminar la Segunda
Guerra Mundial, cuyo objetivo de restaurar la democracia no llegó a puerto.
Es
relevante la actividad de los comunistas,
quienes, aprovechando la guerra, en connivencia con la resistencia francesa, invaden España y consiguen tomar el Valle de Arán en 1944. De todas formas,
el intento de invasión fue un fracaso, por lo que los comunistas se reorganizan
en los famosos maquis. La oposición
de los exiliados, aun entre los comunistas, estuvo marcada por cierto
patriotismo resultado de la nostalgia por la patria, mas, de nuevo, no como un
proyecto serio y viable. De hecho, dentro del marxismo hispano del Franquismo
aflorarán más movimientos independentistas que firmemente partidarios de la
unidad nacional.
Los
propios obreros que, permaneciendo en España, se organizan en sindicatos como
Comisiones Obreras, continúan la línea internacionalista, pero sin la concesión ante los nacionalismos
periféricos que vemos en el presente. Ésta se inicia con el proyecto de una
oposición común contra Franco que, tras muchas modificaciones y fusiones,
culmina en la Platajunta. Los socialistas y los demócratas se alían entre
ellos y, a su vez, con nacionalistas catalanes, vascos y gallegos. Para lograr
su adhesión, es necesario restaurar las autonomías.
Las
izquierdas, en general, no han aumentado o disminuido su patriotismo, más bien
pasan a estar activamente a favor de la descentralización como medio para vencer al Franquismo. Este cambio se refleja más nítidamente en el PSOE que, a partir de 1974, experimenta un cambio ideológico importante, con miras a convertirse en un partido del gobierno en el futuro. El cambio del marxismo por la socialdemocracia y la conversión del principio de descentralización en federalismo. Éste
es el punto de inflexión del progresismo.
Al buscar el apoyo popular y una mayor
captación de votos, el PSOE muta en un partido distinto, que busca
apropiarse de distintos nichos electorales que hemos mencionado al principio
del artículo. La transformación de un partido obrerista en uno socialdemócrata,
pro-LGTB, a favor de la inmigración y federalista permitió que el PSOE
consiguiese muchos más votos que los que había conseguido jamás. Por otra
parte, los comunistas del PCE, para
favorecer la Transición, aceptan la
rojigualda y la monarquía, pero, si esto puede suponer de cualquier manera
una especie de patriotismo, fue, de nuevo, un medio con el que llegar a unos
fines políticos.
Es importante evitar, asimismo, caer en la tentación de pensar que los partidos nacionalistas
periféricos creían de forma sincera en la Transición. Si apoyaron ésta fue,
únicamente, como un medio por el que llegar a la independencia (de aquellos
polvos, estos lodos), de la misma forma que su oposición al régimen de la
Restauración y apoyo momentáneo a la República eran para aumentar la autonomía
de sus regiones y, con el tiempo, acceder a la independencia. La ausencia de un gobierno central fuerte
es la causa principal de que los separatismos existan.
Recapitulando
La concepción patriótica actual de la
izquierda no procede puramente del marxismo o
del socialismo. Más bien usa tesis
liberales progresistas (el federalismo) y las conjuga dentro de un esquema
de pensamiento esquemático, similar al marxista, pero con otros elementos
cercanos al liberalismo o a la democracia, como el derecho a la
autodeterminación. Asimismo, toma elementos
de la posmodernidad (véase el artículo de esta misma página) como el
análisis deconstructivo, de forma que buscan deslegitimar la identidad de una
nación releyendo la Historia. Es curiosa la facilidad de los izquierdistas para
desdeñar identidades nacionales cuando se habla de España como nación,
inversamente proporcional a su constancia en la defensa de los valores de una
nación y la cohesión que aporta el patriotismo en los casos de Cataluña, el
País Vasco o Galicia.
También
vemos que la “nueva izquierda”
española, id est Podemos, no ha aportado elementos verdaderamente innovadores al escenario político en este contexto. Podemos parte de la concepción nacional de los socialistas y añade elementos de los separatistas vascos y catalanes, como el derecho a la autodeterminación o el estado plurinacional. Es
interesante ver cómo los socialistas, como ya hemos dicho, terminaron tragando los principios del federalismo y el
derecho a la autodeterminación que sólo
admitieron, en un principio, para conseguir
la Transición. A partir de ahí, amoldaron éstos de forma que pudiesen
atraer la mayor cantidad posible de votos, y su puesta en práctica no es nítida. Tras años de campañas, el PSOE,
que ha gobernado con mayoría absoluta en dos ocasiones, jamás ha dado el paso a
crear un estado federal.
Podemos,
a día de hoy, tan sólo ha accedido a gobiernos municipales, así que no es fácil
saber si, como el PSOE, su concepción nacional es sólo para ganar votos o si
supone una verdadera amenaza para el país. De la misma forma, los socialistas siempre
están a tiempo de cambiar e implementar sus políticas federalistas. La llegada
de Sánchez al gobierno se ha visto acompañada de concesiones a los separatistas
y a Podemos, por lo que los patriotas españoles tenemos razones para
preocuparnos.
En
conclusión, los elementos verdaderamente
positivos que han existido en las fuerzas “de izquierdas”, como son la
concepción moderna de nación, ya no
existen hoy día en la izquierda. Lo que la izquierda es hoy en día, la
Nueva Izquierda, el posmodernismo, que tan sólo busca dar la vuelta a la
civilización, y volver al Hombre contra sí mismo, no trae ningún bien que los
españoles podamos apreciar. El comunismo, que ha fracasado en más de veinte
países sin triunfar ni una vez, el estéril anarquismo, y la moribunda socialdemocracia,
que o bien se liberaliza o es reemplazada por gobiernos de la derecha política
(para despistados, miren las elecciones andaluzas de 2018), no son tampoco
soluciones viables para España. Lo que queremos decir es que la izquierda
política es un terreno totalmente infértil en el que pueda surgir el
patriotismo español o, ya simplemente, cualquier beneficio para nuestra patria.
Idear cualquier intento de reforzar el
patriotismo a través de la izquierda, o de constituir una formación
patriota y de izquierdas, es pegarse un
tiro en el pie y perder el tiempo de forma deliberada.
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